En Como agua para chocolate, Tita, nombrada cocinera del rancho, prepara unas codornices con pétalos de rosas –porque no tenía faisán, que sería lo adecuado a la receta prehispánica, según cuenta el libro de Laura Esquivel–. Aquel plato no fue un éxito gastronómico, dada la poca experiencia de la cocinera, pero a Gertrudis le produjo “un efecto afrodisíaco, pues empezó a sentir que un intenso calor le invadía las piernas. Un cosquilleo en el centro de su cuerpo no la dejaba estar correctamente sentada en su silla. Empezó a sudar y a imaginar qué se sentiría al ir sentada al lomo de un caballo, abrazada por un villista, uno de esos que había visto una semana antes entrando a la plaza del pueblo, oliendo a sudor, a tierra, a amaneceres de peligro e incertidumbre, a vida y a muerte.”

Varias personas me han comentado que desde que leyeron la novela, o vieron la película de Alfonso Arau, los pétalos de rosa les resultan mucho más apetitosos. Referencias sensuales o eróticas al margen, la verdad es que hoy muchas flores se están poniendo de moda en la cocina, aunque las rosas ya aparecían con frecuencia en antiguos libros de recetas. Su agradable aroma, su colorido y sabor dulce las convierten sin duda en un ingrediente con atractivo. Los pétalos de rosa estaban presentes en algunas recetas del romano Apicius, y en la actualidad se emplean sobre todo en ensaladas, acompañadas de frutas. En ese caso, se deben quitar los extremos blancos de la base –pues son amargos–, enjuagar con agua y secar. Cuanto más perfumadas sean las rosas, más sabor y más olor dejarán en el plato. También se usan en almíbares, jaleas y confituras.

Hace miles de años que los seres humanos consumimos flores, aunque lo más frecuente sea utilizar las que consideramos hortalizas, como alcachofas, brócolis y coliflores, o usamos en condimento, como el azafrán. Las flores son frecuentes en la cocina hindú y en la griega. Entre los chinos, el té de flores –flor de loto, capuchinas, madreselvas, azucenas, crisantemos, rosas y amarantos– es bebida preferida a la cerveza, los refrescos o los zumos de frutas. La lista de flores comestibles es enorme. Entre nosotros quizás las más conocidas son las flores amarillas de calabacín –el zucchini de los italianos–, pero también se pueden consumir crisantemos, claveles, azahares, malvas, pensamientos, jazmines, gladiolos, amapolas, salvia o violetas, entre otras. Con todo, hay que tener en cuenta que no todas las flores son comestibles y sobre todo que las que provienen de una floristería pueden contener pesticidas.

Existen muchas recetas para preparar las flores de calabacín, un manjar de textura delicada y sabor un tanto dulzón. Dicen los sibaritas que lo mejor es recogerlas de la planta por la mañana y prepararlas al mediodía en tempura, o rebozadas y fritas. Admite muchos tipos de rellenos, sobre todo a base de queso, y puede ser ingrediente de ensaladas. De la alcaparra –Capparis spinosa L.–, un arbusto de procedencia asiática y amante del sol que hoy se cultiva en el sur de España e Italia, nos comemos los botones o capullos florales, recogidos antes de que abran. Las mejores son las más pequeñas, aproximadamente de medio centímetro o menos. Esos capullos se recogen y se conservan en vinagre o salmuera durante un tiempo antes de consumirlos. Luego sirven como aderezo de numerosos platos y salsas, sobre todo con los pescados, la pasta o el arroz. Si la flor de la alcaparra se abre aparecen cuatro pétalos blancos o sonrosados que no duran más que un día y luego comienza a formarse el fruto, llamado alcaparrón, que está lleno de semillas.

Otras flores nos resultan mucho más familiares, como la alcachofa –Cynara scolymus L.–, de la que existen distintas variedades y es de amplio uso en nuestra cocina. Su sabor amargo hizo que a partir de ella se elaborase un licor aperitivo. Entre muchas otras singularidades, esta hortaliza se mereció un poema de Pablo Neruda: “La alcachofa/ de tierno corazón/ se vistió de guerrero,/ erecta, construyó/ una pequeña cúpula,/ se mantuvo/ impermeable/ bajo/ sus escamas/” (Oda a la alcachofa). Es una planta cultivada, híbrida de una variedad silvestre de cardo que tiene la flor pequeña y se conoce también como alcaucil. En realidad, en ambos casos se trata de una inflorescencia, y lo que nos comemos son las brácteas, o conjunto de hojas modificadas que protegen la flor mientras ésta no se abre y constituyen lo que llamamos receptáculo floral. España es el segundo productor mundial de alcachofa, después de Italia, con unas 270.000 toneladas anuales. En concreto tienen merecida fama las procedentes de Tudela y Benicarló.

Ha quedado para el final la coliflor, planta que surge de la mutación de una col, que ha dado como resultado una inflorescencia hipertrofiada, con dificultades para producir auténticas flores y semillas. Un monstruo, vamos, que ha sido seleccionado por el Homo sapiens en el proceso de domesticación de las coles. En este caso, la estructura que dará lugar a las flores se ha convertido en una piña en racimo de protuberancias carnosas. Es rica en azufre –de ahí el olor que desprende al cocerla–, potasio, hierro y vitaminas. En España se producen 350.000 toneladas al año y destacan por su calidad las de Calahorra, en La Rioja. El brécol, brócoli o bróculi es una subvariedad que presenta las inflorescencias de color verde oscuro brillante. Es la hortaliza de mayor valor nutritivo por unidad de peso de producto comestible. Su aporte de vitaminas C, B2 y A es elevado y contiene manganeso y potasio.